Mediodía


flamencos Sisal
Una parvada de flamencos sobrevuela la playa en Sisal, Yucatán. Foto: Flor Estrella Santana

Fueron mis manos quienes eligieron, entre la fila de textos en una librería, «El viajero y su sombra», el primer libro de Friedrich Nietzche, filósofo, poeta, músico, que he leído por completo.

Con 15 años de edad, cumplidos pocos meses antes, conocí a Nietzche, pero solo de nombre y por lo que dice el libro de texto de Filosofía en el segundo año de preparatoria.

Fue después de cumplir media centuria de vida cuando sentí la necesidad de buscar un libro de Nietzche para leer. Fue todo un largo camino de búsquedas y preguntas personales que, en el año previo a mi medio siglo, incluyó sumergirme en las aguas de Fromm y Schopenhauer.

De esa manera desemboqué en el mar de «El viajero y su sombra», en el océano de Nietzche. Durante la lectura del libro, muchas ideas me pusieron a pensar, otras me hicieron reír (¿reír con Nietzche? Sí, aunque suene increíble) y varias me asombraron o se fijaron en mí como nuevas obsesiones. Al final, creo haber entendido la grandeza del pensamiento de este filósofo que se definió como polaco, no alemán.

De todas ellas, la primera que elegí para compartir en este blog mío es la filosofía del mediodía, que me maravilló, tal vez porque curso el medio centenar de vida.

Al mediodía.— En la vida de un hombre, cuya mañana fue agitada y tempestuosa, cuando llega el mediodía de la vida, el alma se siente invadida por un especial deseo de descanso que puede durar meses y años. Se hace el silencio en torno a ese hombre, el sonido de las voces se atenúa cada vez más, el sol cae verticalmente sobre su cabeza. En un prado, junto al bosque, ve al dios Pan que duerme; toda la naturaleza duerme con él, con una expresión de eternidad grabada en su rostro; por lo menos, a ese hombre le parece que es así. No desea nada, nada le perturba; su corazón se para, sólo viven sus ojos; es un muerto con los ojos abiertos y vivos. El hombre ve entonces muchas cosas que nunca había visto y todo lo que alcanza a percibir con la mirada se halla envuelto, casi inundado, por una aureola de luz difusa. Esto le hace feliz, pero se trata de una felicidad pesada, muy pesada. Por fin, vuelve a sonar el viento entre los árboles, ha pasado el mediodía y la vida le atrae de nuevo hacia sí, esa vida de ojos ciegos, seguida de su impetuoso cortejo de deseos y fracasos, de olvidos y alegrías, de aniquilamiento y fragilidad. Y así llega la tarde, más tempestuosa y agitada aún que la mañana. A los hombres realmente activos, estos estados prolongados de conocimiento les resultan casi inquietantes y enfermizos, pero en modo alguno les desagradan».

Ahí está de nuevo esa idea de sosiego, de paz y, sobre todo, de descubrimiento, un feliz descubrimiento, que he hallado en varias de mis lecturas, principalmente en las filosofías y religiones de Oriente y también de Occidente.

Asimismo, la descripción del mediodía nietzcheano me recordó aquellos momentos en que miramos al vacío hasta que alguien nos pregunta: «¿Qué miras?» y poco después añade: «Tenías la mirada muerta».

Es ese momento de abstracción. De ausentarnos de nuestra vida cotidiana.

A los ojos de un tercero tenemos la mirada muerta pero, en ese abstraerse, descubrimos un enigma más de la vida misma.

Asimov fue el primero de quien aprendí esa gran idea de que somos uno con el universo. Fue, a mis 25 años de edad, en su «Segunda Fundación» cuando nos desvela a Gaia, el planeta donde todo ser viviente siente todo aquello que los demás y hasta la misma Gaia experimentan. ¡Alcanzar tal nivel de conciencia! Asombroso. Al menos a mí me fascinó completamente, por mucho tiempo, esta idea.

Así que, para profundizar en esta idea sobre la conciencia plena, después de leer el mediodía de Nietzche busqué algunas lecturas adicionales. Fue el doctor en filosofía chileno Rafael Echeverría quien me iluminó el sendero con su artículo «Situando a Friedrich Nietzsche: Hacia un nuevo punto de partida».

En él plantea que la filosofía del mediodía de Nietzche consiste en que el hombre se conozca a sí mismo completamente, tanto su luz (la persona que se muestra a sí mismo y a los demás) como su sombra (todo aquello que suprime de su vida habitual, su yo que sacrifica y restringe a la sombra).

Mi mediodía, si es que llega, será cuando mi yo sea más persona que sombra, pues es precisamente la hora del mediodía cuando se tiene la menor sombra posible.

Es toda una maravilla el discurso del doctor Echeverría, pues explica que Nietzche nos actualizó el mito del Minotauro: Teseo es mi yo persona y el Minotauro, mi sombra que está encerrada en mi interior (un laberinto) y que me exige hacer sacrificios para que viva mi persona.

Fue otro, un segundo, giro del mito del Minotauro que me ha sorprendido. El primer asombro lo viví gracias a Borges cuando me desveló esta historia desde el punto de vista de este ser mitad hombre y mitad toro en su cuento «La casa de Asterión». Nunca antes había sentido compasión por este engendro nacido en Creta hasta que leí la versión borgiana que lo humaniza mientras mira la bóveda celeste estrellada y espera la llegada de aquel (Teseo) que vendrá a liberarlo de su encierro (el laberinto).

Tantas historias para contarnos que el hombre siempre busca y siempre encuentra la respuesta en su interior, que solo hay que alumbrar nuestro abismo profundo para que nuestra propia luz resplandezca.

Para que se haga la luz.