María Cristina


María Cristina. Abuela María.

Gracias a ella conocí lo que es ser nieta.

Ella fue la primera persona en abrirnos a nosotros, ocho hermanos, la puerta del mundo de los abuelos, de los abuelos consentidores, esos que te quieren mucho y te lo demuestran sin necesidad de decir: Te quiero, te amo.

Por ella descubrí el dulce mundo de ser nieta consentida. Ella nos regaba a nosotros, hermanos, con su cariño día a día. Tal vez a mí más porque ella y mi abuelo Juan fueron mis padrinos de confirmación en la religión católica.

Fui una niña y joven que disfrutó del privilegio de vivir con mi abuela. Todo porque ella se aferró a su hijo, mi padre, y no concibió como posible un mundo donde ella no viviera bajo el mismo techo que su hijo. Madre posesiva, le dijeron. El resultado fue todo, menos lo esperado, creo yo. Mi padre es un hombre libre como el viento (mi madre usa otras palabras), un hombre de calle y del aire libre, un espíritu libre, extrovertido y risueño.

Mi abuela María, mi padre, Edilberto; mi abuelo Juan y yo

Mis recuerdos más antiguos de mi abuela María son esos días cuando mi madre me prohibía levantarme de la mesa si no dejaba el plato limpio; mi chichí esperaba que ella se fuera y entonces se sentaba junto a mí, convertida sin saberlo en Mafalda porque, de verdad, me negaba a comer la sopa. En mi caso, sopa de lacitos generosamente condimentada con hojas de orégano. Mi abuela Mary insistía e insistía, sin un grano de violencia, con paciencia inagotable, para que yo coma. Cada vez yo siempre cedía ante el «enorme» plato de sopa, en parte por mi abuela, en parte por mi madre, quien no permitía que nadie, absolutamente nadie, no cumpliera cabalmente sus órdenes.

Abuelos Juan y María con mis dos hermanos mayores

Otros memorables momentos de niña amada fueron esas tardes de jarana cuando mi abuelo Juan prendía su tocadiscos, ponía un disco y nos llamaba a mi hermana mayor y a mí para bailar mientras mi abuela, sentada en su cama, disfrutaba viéndonos danzar a cada una, por turnos, paradas en los pies de mi abuelo o girando en círculo con él guiándonos de las manos. Por eso siempre que escucho una jarana, inevitablemente sonrío y me acuerdo de mis abuelos María y Juan.

Recordar a mi abuela María es rememorar su patio delantero, todo un Edén lleno de plantas y flores; su pozole, su tortilla con manteca y sal, su tinaja, su baúl, su trastero de latón, su estufa enorme, su ropero lleno de tesoros a mis ojos infantiles y su televisión, pequeña, pequeña, pero donde compartimos con ella mañanas dominicales y tardes que hoy son un torrente de recuerdos felices.

En el Edén de mi abuela María había árboles de ciricote, flor de mayo blanca y roja, naranja agria, limón, henequén, limonarias, lirios, rosas, tulipanes y un sin fin de otras flores. El terreno donde los nietos crecimos era parte de un predio mayor donde mi abuela creció con sus padres cultivando árboles frutales y florales. Esta historia de la niñez de mi abuela me maravilló cuando ella misma me la contó. Ahora, ya adulta, también me impresiona cuando mi padre me la cuenta. Tal vez se deba a que yo conocí el Edén con sus formas, colores y fragancias y, entonces, puedo imaginarme un Edén mayor donde creció mi abuela. Fuera de idealismos, todo Edén conlleva trabajos, como el laborioso riego sacando una y otra vez cubetas de agua del pozo y cargándolas hasta cada árbol o planta sediento.

Todos los días, al llegar de clases, mi abuela María nos recibía con potes de pozole frío a nosotros, sus tres nietos mayores que llegábamos sudados y sedientos por la caminata a pleno sol del mediodía desde la escuela primaria hasta la casa. Ahí en su cocina nos esperaba, vigilaba que primero pusiéramos una pizca de sal en nuestra lengua, porque decía ella que llegábamos calurosos y por esta sal no nos enfermaríamos, luego nos entregaba nuestros potes con la bebida refrescante. Imagino que así debe ser llegar a un oasis tras caminar en un desierto.

También nos recibía con tortillas calientitas con manteca y sal. Nosotros abríamos el lec, sacábamos pares de tortillas, a una le untábamos manteca y le poníamos una pizca de sal, luego poníamos encima la otra tortilla y la girábamos para que la grasa animal ya salada llegara hasta los bordes. Al final a cada tortilla la hacíamos koop y quedaba lista para saborear. Era nuestro aperitivo diario antes de la hora del almuerzo.

Fría al tacto era la tinaja de mi abuela. Era de barro y ella siempre la tuvo en un rincón de su cocina. No era raro que yo deslizara mis manos por sus redondeces para sentir la peculiar aspereza y la frescura de la piedra. Saciar la sed con un vaso de agua de tinaja es de esos placeres infantiles inolvidables. Años después, un periodista al que entrevisté me contó que cuando fue guía del escritor Jorge Luis Borges aquí, en Yucatán, el ilustre argentino le compartió que de niño él bebió agua de tinaja donde su abuela siempre tenía una tortuga. ¡Una tortuga! Qué anécdota. Yo regresé a mi infancia al escuchar esta historia pero no pude, ni hoy puedo concebir, como alguien puede beber agua de tinaja con tortuga.

Junto a su tinaja, mi abuela solía tener un trastero de latón que es inolvidable en nuestra historia familiar de niños porque uno de mis hermanos tenía la costumbre de tirarse al suelo y ponerse a patear ese trastero. No había día en que nos privara de este martirio insoportable. Mi abuela, a cuyo cuidado quedábamos unas horas, nunca logró que el chiquito berrinchudo pusiera fin a su escándalo por más que ella le insistiera. El chamaco pateaba y pateaba, y lloraba a gritos, hasta que él decidiera que ya era suficiente, por lo general cuando escuchaba la voz de mi madre que llegaba y abría el portal de la casa. Nosotros, los hermanos mayores, lo juro, a este chiquito nunca le hicimos algo que justificara el monumental berrinche. Ay, solo de recordar, ya me duelen otra vez los oídos.

La estufa de mi abuela María fue la primera que conocí que tenía comal entre los fogones, un horno enorme y, debajo de éste, un asador. En ese comal hacía pimitos de masa y manteca para nosotros, sus nietos niños. En esos fogones ella freía tortillas a las que les ponía frijol seco y doblaba como empanadas, en las madrugadas aún oscuras, para que yo, entonces joven, desayunara antes de salir al amanecer con rumbo a la escuela secundaria donde impartía clases. No sé dónde terminó esa estufa, pero sí recuerdo que todos los domingos mi abuela María cocinaba con esmero puchero u otro guiso especial para luego esperar a sus otros nietos, hijos de su hija, que llegaban justo a la hora del almuerzo.

La primera vez que vi sangre fue por mi abuela María. Que la vida es salvaje y se derrama como la sangre en la tierra lo aprendí de ella. Era una época en que en esta ciudad las familias podíamos tener aves, cerdos y otros animales en nuestros patios. Inevitable era entonces que algún día tuvieras que matar a tu primer animal, por lo general un ave, para cocinarlo y luego comerlo. Nosotras, mi hermana mayor y yo, no pudimos. Mi abuela María nos relevó de tan violenta tarea y entonces vimos ese cruel momento en que el cuchillo cercena el cuello de la gallina atada de las patas y colgada boca abajo, ese segundo en el que comienzan los espasmos del ave que, sin control propio, se estrella contra el palo al que está amarrada mientras agoniza. Una mano compasiva y hábil corta de tal manera que los estertores de la muerte duran el menor tiempo posible. No todo termina con la muerte, pues tras estos funestos momentos había que limpiar la sangre que, al caer al suelo,  se extendió por todos lados.

Cambiemos a memorias menos lúgubres. Hay una canción infantil que dice «Toma el llavero abuelita/ Y enséñame tu ropero/ Con cosas maravillosas/ Y tan hermosas que guardas tú…». En este siglo XXI pocos niños, creo yo, tienen el honor de admirar los tesoros que una abuela guarda en su ropero. Es más, las abuelas que tienen roperos están en extinción. Cada cierto tiempo mi abuela María, como toda mujer, sacaba sus cosas para ponerlas juntas ante su vista y «ordenarlas» (hoy sé que las admiramos y atesoramos; los mercantilistas dirán que hacemos inventario). Bueno, cuando escuchábamos sonar las llaves en la cerradura del ropero de mi abuela María era como si las trompetas del Juicio Final nos convocarán para ser testigos del desfile, ya no de almas, sino de todo tipo de botellas preciosas y otros recipientes prodigiosamente decorados (ya de grande los he buscado y ninguno hallé), el aire se llenaba entonces de aromas de perfumes y cremas porque no dejábamos nada sin destapar para ver qué era, también revisábamos, al derecho y al revés, los billetes, monedas y todo papel que mi abuela sacaba. Nunca escuché de ella regaño alguno por osar posar nuestras torpes manos infantiles en sus bienes más preciados que resguardaba bajo llave.

La televisión llegó a nuestra casa cuando ya estudiábamos la primaria. En ciertas temporadas llegamos a tener dos, una de mis padres, que mi madre controlaba firmemente, y la de mi abuela María. ¿Por qué recuerdo más la tele de mi abuela? Porque era nuestra salvación para ver nuestras caricaturas preferidas cada vez que mi madre nos prohibía ver tele. En esas ocasiones encendíamos la tele de la abuela y poníamos el volumen bajito, tan bajito que incluso hoy me pregunto cómo podía escuchar los programas. En torno a la tele de mi abuela vimos los famosos programas de la mañana y noche de cada domingo, nuestra abuela y nosotros lloramos con «Candy», «Heidy», «Remy» y «La sirena Mako», por ejemplo; reímos con «La pantera Rosa», «Don gato y su pandilla» y «Los pitufos», entre otros; nos enamoramos con «Luz de luna» y «Con temple de acero», vivimos aventuras con «Los dukes de Hazard», «Calabozos y dragones», «El auto increíble», «El hombre biónico», «La mujer increíble», «Hulk», «Manimal»… También vimos los noticiarios, como aquella noche cuando repitieron una y otra vez la explosión del transbordador espacial «Challenger» (¡cómo olvidar que en el cielo se formó una nube con la forma de un alacrán!), y ¿cómo no? las telenovelas de aquellos años ochenta y noventa.

Las telenovelas son un punto aparte. Mi abuela María creía que lo que veía en la pantalla ocurría en la vida real y sufría los pesares de la protagonista. Por más que mi madre o alguno de nosotros le trataba de explicar que era ficción, ella nunca se dejó convencer. No era raro escucharla darle consejos o avisos a la protagonista («no vayas allá», «ay, te va a matar»…) mientras disfrutábamos la novela. A las antagonistas les dirigía también mensajes, para nada amables. Así que el disfrute era doble para nosotros niños o adolescentes.

Mi abuela María nunca supo leer y escribir. Algunas veces le pregunté si le gustaría aprender, no recuerdo cómo sucedió pero un día aceptó que yo le enseñara (más bien tratara de enseñarle). Fue duro para ella, yo era niña pero recuerdo que batallaba con el lápiz y el papel. Se sentaba en su hamaca y se disponía a escribir en su cuaderno asentado en una silla de madera. Intentaba e intentaba, hasta que ella misma se decepcionó de sus trazos y claudicó. Por más que le insistí se negó a volver a agarrar un lápiz. El arte de la escritura le fue vedado. Yo, me dije, no le serví como maestra.

¿Que un niño juegue con un adulto a carcajadas? Sí, es posible. Mi abuela jugaba así conmigo, en contadas ocasiones, pero esas bastaron para quererla más. Ella siempre tuvo una cama porque era asmática y algún médico le recomendó dormir en cama en las noches de frío. En esa cama ella se sentaba a peinarse el cabello largo, a mí dejaba peinárselo en algunas ocasiones y entonces yo la abrazaba por la espalda y ella terminaba semiacostada en la cama. Eran momentos de contacto humano que, no lo sabía yo entonces, mi yo niña necesitaba.

Por toda esta vida que mi abuela María compartió con nosotros, su muerte fue catastrófica para nosotros sus nietos. Su vida se apagó en una tarde como hoy, el 11 de abril de 1992. Ella almorzó un plato de lentejas y se acostó en su cama para su habitual siesta. Mi abuelo y mi hermana mayor la hallaron en plena agonía, yo vi que la sacaron, cargada de los brazos, de su casa para llevarla al hospital Juárez, donde fue declarada muerta. Se le rompió el corazón. Infarto cardíaco, dijo el médico. Cuando nos avisaron, no supe asimilarlo. Es de esos dolores que te atraviesan no solo el corazón sino también el espíritu.

En los funerales, recuerdo, la vi acostada y pensé que dormía. Fue segundos antes de entregarla a la tierra. Mi incredulidad sucumbió cuando toqué la frente de mi abuela y sentí la piel fría. Cursaba yo el segundo año de licenciatura cuando mi abuela María me enseñó que la muerte es fría.

Cada año me acuerdo de mi abuela María, más cuando llega el 11 de abril. La recuerdo a ella de pie en el umbral del terreno familiar, junto a mi abuelo Juan, como de niña los vi aquella vez desde una ventana del autobús en que nos fuimos de excursión familiar y sentí no poder llevarlos con nosotros. Ya luego me dijeron que ellos se quedaban a cuidar la casa y nos esperaban a nuestro regreso. ¿Será que por ese anhelo de reencontrarnos alguna vez la recuerdo así, sonriéndonos mientras nos despedía por nuestro viaje?